NO QUIERO MINERAS,
o sus campañas de inteligencia,
ANUNCIANDO EN MI PÁGINA..
Ni directa, ni indirectamente.
Soy absolutamente contrario a la destrucción sistemática del medioambiente y los ecosistemas de montaña.
¡Esté atento el lector!
Minas, el cielo abierto
Es curioso que en un conflicto como este  se inmiscuyan esas cosas: minas, el cielo abierto. Pero es cierto que, más allá  o más acá de ecos confusos, la pelea por la mina a cielo abierto de Famatina  es un caldito, un concentrado de  Argentina: está  casi todo. Está, para empezar, el reacomodamiento de un país que vive cada vez  más de la extracción de su materia prima. Está la globalización neoliberal que  favorece que grandes empresas extranjeras se lleven esas materias primas. Y está  la forma en que nuevas técnicas cambiaron esas formas de extracción, cambiando  relaciones sociales y económicas, maneras de vivir. También está la defensa del  medio ambiente, gran caballito actual, y sus variados usos e interpretaciones.  Está, por supuesto, el infaltable político que prometió una cosa e hizo lo  contrario y está, por lo tanto, el funcionamiento de esto que llamamos  democracia. Está la actuación de un gobierno que perora contra ciertas  "corporaciones" y favorece a la mayoría. Y están sus partidarios que abrazan las  causas más nobles siempre y cuando sus jefes los dejen.
Y tantas otras cosas están en la pelea  entre los habitantes de Famatina, un pueblo del noroeste árido, montañoso  argentino –mayoría de agricultores de nueces y frutales–, contra la empresa  minera canadiense Osisko Mining Corporation, que firmó con el gobernador de la  provincia, Luis Beder Herrera, un convenio para llevarse oro en grandes  cantidades.
Extracción, decíamos: entre los diez  rubros que encabezan las exportaciones argentinas, sólo uno es  industrial: el resto es  materia prima cruda o muy levemente procesada. Granos y yuyos, por supuesto; gas,  petróleo, minerales. La minería, que parecía pasado, volvió con fuerza. Hay  lugares, como esas sierras riojanas, donde se explotaron vetas de oro desde el  siglo XIX –y se habían agotado. Pero las nuevas técnicas permiten explotar  –brutalmente– filones que no habrían sido rentables sin ellas. Es, como la soja, un modo de sacar todo  lo posible lo más rápido posible. Sólo  que en la minería todo es más tosco, más visible: ganancias extranjeras,  poquísima mano de obra, destrucción más violenta.
Las nuevas técnicas consisten en volar  sierras enteras y pasar sus restos por agua, cianuro y  otros químicos para separar los metales –más o menos– preciosos de la basura  pura. Para eso se necesita mucho dinero –el suficiente para comprar insumos y  políticos– y mucho desprecio por el futuro –el suficiente como para cargarse un  territorio–: son dos condiciones que, en la Argentina, muchos reúnen. También,  con creces, ciertas corporaciones extranjeras: lo son todas las grandes mineras  que aparecieron en las dos últimas décadas; no lo son los gobernantes que las  trajeron.
Todo empezó, faltaba  más, con una ley del peronismo menemista: la 24.196 exceptúa a las mineras de la  mayoría de los impuestos, les permite llevarse el mineral sin el menor control  –el  Estado sólo recibe la información que la propia empresa se digna  darle–,  y les cobra de regalías un  tres (3) por ciento de lo que las  empresas dicen que se llevan. La ley fue convalidada por el peronismo  kirchnerista: su creador lo dijo cuando presentó su Plan Minero, 2004: “El  sector minero argentino es uno de los pocos que durante la década del '90, con  cambios importantes en la legislación, empezó a tener un principio y un punto de  inflexión que le permitió avizorar un destino estratégico diferente”, dijo  entonces Néstor Kirchner –y confirmó los mecanismos, las prebendas.
Es pura extracción tipo colonia: señores que arman grandes enclaves donde los locales  no pueden entrar, sacan todo lo que pueden, se lo llevan, lo cobran afuera y no  dejan casi nada –salvo unos pocos puestos de trabajo transitorios y un desastre  en el espacio y en la sociedad: una forma de corrupción  generalizada.
Que, por supuesto, llega a los más  altos. El ahora gobernador kirchnerista de La Rioja, Luis Beder Herrera, se pasó  años haciendo campaña contra esta forma de la minería: que era un robo, que las empresas  conseguían sus minas a base de sobornos y corrupciones, que iba a prohibir la explotación  minera a cielo abierto en la provincia, dijo, por ejemplo, en este video de  marzo de 2007, cuando era vicegobernador y el pueblo de Famatina ya se oponía a  la apertura de la mina de oro:
–El pueblo los va a parar. Yo voy a  hacer la ley –bueno, la Cámara de Diputados la va a hacer– para pararlos, y el  pueblo de Famatina y Chilecito la va a defender…
Y consiguió esa ley y la Barrick Gold  tuvo que retirarse y un año después, ya como gobernador, la hizo anular, y ahora  firmó el convenio con la Osisko. Que también corrompe a muchos más. Es lo que el  diputado y cineasta Pino Solanas, uno de los pocos políticos porteños que fueron  a apoyar los reclamos, llama la “contaminación social y cultural”: una  empresa comprando la voluntad o la tolerancia de autoridades varias y ciertos  pobladores, personas convenciéndose de que, en última instancia, si hay que  entregar o destruir todo para sacar unos pesos, quizá valga la pena.
–Salvando distancias, es el mismo  mecanismo que produce el narcotráfico, que hace que mucha gente acepte ciertas  prácticas podridas porque traen plata. En este caso ni siquiera está claro que  vaya a traerla pero algunos se ilusionan, se dejan tentar. Y eso termina por  corromper las sociedades donde actúa.
Dice Solanas; sabe, también, que muchos  se resisten. Ahora, los habitantes de Famatina llevan casi  veinte días en la plaza, en la calle, en la ruta que va al cerro, tratando de impedir que  la mina empiece a funcionar. Dicen que lo que más les preocupa es la amenaza  inmediata a su forma de vida: no quieren que les arruinen el suelo y el agua,  que acaben con sus vidas tal como las conocen. Algunos, además, insisten en el  saqueo económico, el expolio.
Que funciona con sus propias reglas.  Hace unos meses un directivo de la minera canadiense estaba en la hostería del  pueblo; alguien lo vio y avisó; las campanas de la iglesia lo comunicaron a  todos los demás, que se acercaron a rodear el edificio. El directivo huyó  despavorido; se dejó, en su huída, una carpeta. Adentro había una guía de operaciones que incluía  formas de eludir ciertas restricciones financieras y maneras de autorizar y  asentar los gastos por coimas. Y había también una lista de  los pobladores más activos en la pelea contra  la mina, con datos personales muy precisos, grados de “peligrosidad”,  intenciones de comprarlos, orrores de hortografía. Ni la justicia provincial ni la federal  abrieron ninguna investigación sobre una lista negra que recordaba los tiempos más  negros: hablemos de derechos humanos.
Mientras tanto, los ciudadanos siguen en  la ruta y el gobernador kirchnerista insiste en que la mina va a funcionar “sí o  sí”, pase lo que pase –y el gobierno nacional no habla del tema. Sus  periodistas, intelectuales, funcionarios y otros defensores habituales lo  evitan; sus medios no lo tratan –o lo tratan tan poquito que es como si no. Hace  días que circula una solicitada de apoyo a los habitantes de Famatina, muy  firmada; uno de sus promotores se quejó de que el diario oficialista Página/12 les pidió 15.000 pesos para publicarla  –y no la pudieron publicar todavía. Los grandes medios opositores, mientras  tanto, se debaten entre su interés en difundir un tema urticante para el  gobierno y sus intereses económicos, más cercanos a la gran minería.
Así, el tema circula poco: un pueblo  levantado contra una empresa extranjera que pretende arruinarle la vida podría  ser una historia caliente, pero nadie parece cómodo con ella. El gobernador  espera que los famatinos se cansen de oponerse –y es cierto que no pueden  quedarse en la ruta para siempre. Hace casi diez años, en el pueblo patagónico  de Esquel, otra minera quiso llevar su cianuro para llevarse el oro,  y los ciudadanos que se oponían  organizaron un plebiscito sobre el tema. A principios de 2003 mucha gente creía  que estaba construyendo una democracia más auténtica, donde las decisiones no  quedaran en manos de representantes en los que no podían confiar.
Aquella vez la gran mayoría –el 81 por  ciento– votó que no quería la mina y el gobierno provincial de Chubut no  tuvo más remedio que aceptar la voluntad de aquellas urnas. Yo, entonces, fui a  verlos: me interesaba esa forma de democracia –un poco más– directa, y pensé que  Esquel podía ser una avanzada de otro modo de intervención política. Me  equivocaba, como casi siempre, pero quizás ahora los ciudadanos de Famatina  podrían retomar esa experiencia y, otra vez, usar los votos para imponer sus  voluntades.
 
